Hola Chicos:
Las siguientes actividades son sólo para 5to. grupo 1
Saludos
Seño Vani
Responder el siguiente cuestionario en la sección "tareas" de la carpeta.
Cuestionario capítulos 3 y 4 de la novela
1- ¿Por qué el capítulo 3 se llama 14 pastelitos?
2- ¿ Cuál es el nombre y la función del personaje que aparece en el capítulo 14 pastelitos?
3- Describí el palacio y explicá por qué hay una parte de la torre en la que no se puede entrar.
4- ¿ Creés que será cierta la explicación de Eulalia acerca del motivo por el cuál nadie puede entrar a la torre de la derecha?
Capítulos 3 y 4
Catorce pastelitos
Eran catorce. Yo los conté. Y ahora había diez. Cuando bajé a
desayunar, la fuente seguía dentro del armario con puertas de vidrio.
Eulalia me sirvió el café con leche y mi tía sacó la fuente y la puso en la
mesa.
—Se ve que a ustedes no les gustan los pastelitos tanto como a mí —dije,
mirando la fuente—. Comieron muy pocos.
—No comimos ninguno —dijo la cocinera—. Son todos para vos. Eso sí,
te tienen que durar hasta mañana.
—Sí, comieron —dije yo—. Ayer había catorce. Faltan cuatro.
—Pero nosotros no… —empezó Eulalia.
—Seguramente se los llevó Alfredo —la interrumpió mi tía.
Alfredo es el jardinero. Y lo que menos tiene Alfredo es cara de comerse
cuatro pastelitos. Yo diría que ni uno. Y no sólo por la cara, sino porque
anoche ni siquiera probó el helado. Se ve que goloso no es. Pero no dije
nada y me dediqué a desayunar. Ya tendría tiempo de hablar con
Alfredo.
De los diez pastelitos, me dejaron comer cinco. Los otros cinco los
pusieron en una fuente más chica, que también fue a parar al armario
de puertas de vidrio. Eulalia y mi tía juraron que nadie los iba a tocar y
que me los podría comer a la hora de la merienda. Ya estaba por salir al
jardín, cuando entró Manuel el mayordomo y vi que miraba el armario
de reojo. Ahí me di cuenta de todo. Era él quien se había comido los
cuatro que faltaban. Me quedé un poquito más en la cocina, a ver qué
hacía, y para disimular, me agaché y empecé a atarme los cordones de
las zapatillas. Mientras tanto, no le saqué los ojos de encima; seguro que
no se dio cuenta, porque disimulé muy bien. Pero no hizo nada raro; se
sentó a leer el diario y Eulalia le sirvió un café. Yo me fui al jardín; si
Manuel se comía los pastelitos, ya me iba a enterar. Eso sí, que no me
vinieran después con el cuento de que había sido Alfredo.
Esa primera mañana en el palacio me aburrí un poco. Anduve dando
vueltas por el jardín, hasta que lo vi a Alfredo cortando el pasto y me fui
a charlar con él. Le pregunté si le gustaban los pastelitos de dulce de
membrillo.
—Prefiero los de dulce de batata —me dijo—. El dulce de membrillo no
me gusta.
Eso terminó de confirmar mis sospechas sobre el mayordomo. Ya estaba
todo claro, así que no toqué más el tema. Alfredo terminó de cortar el
pasto y fue hacia el galpón para guardar la podadora. Yo lo seguí; la
puerta estaba abierta y se veía que adentro había muchas cosas: una
mesa de carpintero repleta de herramientas, motores, macetas apiladas,
mangueras, un baúl enorme, qué sé yo, de todo. Me moría de ganas por
entrar y empezar a revolver, así que me acerqué a la mesa de
carpintero.
—¿Qué hacés ahí? —dijo Alfredo, de golpe. Se ve que no se había dado
cuenta de que yo lo seguía, porque parecía sorprendido.
—Quiero ver las herramientas —dije.
—No, no, no. Este no es un lugar para chicos. Hay muchas cosas
peligrosas y te podés lastimar.
Y sin decir más, me puso las manos sobre los hombros y casi me empujó
hasta la puerta.
Me pareció muy pronto para que Alfredo jugara a saquemos a Tomás
del medio . Si apenas me conocía. Además, yo no lo molesté para nada.
Ya me las iba a arreglar para entrar al galpón y revisar tranquilo las
herramientas. A lo mejor, a Alfredo se le pasaba el malhumor y él mismo
me invitaba.
No pensé más y me fui a dar una vuelta por el parque. La pileta de
natación estaba llena de agua sucia. Mi tía me había dicho que en uno o
dos días iban a venir los hombres limpiapiletas y la iban a dejar lista
para usarla. Seguí caminando y llegué a la entrada del palacio. La
puerta principal estaba cerrada, pero las ventanas estaban todas
abiertas; las abren a la mañana para que se ventilen las habitaciones;
me lo explicó mi tía. Mientras las mucamas están de vacaciones, no se
hace una limpieza muy profunda, total, como no entra nadie, no se
ensucia nada. En el desayuno yo le había dicho a mi tía que quería
conocer el palacio por dentro y ella me dijo que sí, que me iba a llevar a
recorrerlo todo, pero que no tenía que tocar nada. Le dije que se
quedara tranquila, que si era por mí, podría recorrer el palacio entero
sin sacar las manos de los bolsillos. Estuvo de acuerdo y me prometió
que la visita iba a ser mañana o pasado.
Seguí caminando un rato, sin dejar de mirar el palacio, tan grande, con
tantas ventanas, con tres torres altísimas que terminaban en punta,
como tres lápices parados. Cada una tenía una ventana y un balcón. La
torre del medio estaba justo encima de la puerta principal y era la más
alta. Las otras dos estaban una en cada esquina. La ventana de la torre
del medio y la de la izquierda estaban abiertas, pero la de la derecha
estaba cerrada. Di una vuelta completa alrededor del palacio y
comprobé que todas las ventanas —las de la planta baja y las del primer
piso— estaban abiertas. La única cerrada era la de la torre de la
derecha. Me pareció raro. En eso estaba, cuando sentí algo húmedo en
el brazo. Era el hocico de Tristán, el perro del palacio. Yo sabía que los
dueños tenían un perro porque me lo había contado mi tía, pero era la
primera vez que lo veía. Mi tía me dijo que casi siempre está en la casa
del jardinero. Tristán me lamía la mano y movía la cola. Me puse a jugar
con él y se me fue el aburrimiento.
Esa tarde, a la hora de la leche, encontré la fuente de pastelitos tal
como había quedado: no faltaba ni uno. Comí cuatro; tuve que darle uno
a Tristán porque me miraba con una cara de muerto de hambre que me
dio lástima. Se pasó toda la merienda con el hocico apoyado en mi
pierna y mirándome fijo. Cuando le di el pastelito, se echó en el piso, lo
sostuvo con las patas delanteras y empezó a pasarle la lengua, después
se lo comió de dos bocados. Desde que jugué con él, me sigue a todas
partes. A la noche no lo vi; Eulalia me dijo que le custa corretear a los
gatos y que después se va directamente a dormir a la casa del jardinero.
Eulalia es increíble. Se la pasa cocinando; está bien que ése es su
trabajo, pero todos los días prepara algo especial, esa noche —además
de la sopa, que la hace bastante seguido— preparó una montaña de
empanadas. Yo de la sopa no me quejo, porque me gusta; sobre todo
cuando viene en sopera. Pero las empanadas me vuelven loco, y más que
nada las de carne. Lástima que no me dejen comer todo lo que quiero.
Otra vez me sacaron la fuente. Insisten con eso de que si como mucho
me va a hacer mal y que de noche no hay que cargar el estómago y
otras pavadas por el estilo.
Yo comí cinco empanadas. Manuel comió seis y Alfredo cinco, igual que
yo. Mi tía y Eulalia, no me fijé, pero seguro que comieron menos por la
historia ésa de que no hay que abusar con la comida. Cuando agarré la
quinta empanada y mi tía me dijo que ésa era la última, me apuré y las
conté. Quedaban doce. Nadie se sirvió más y mi tía puso la fuente en el
armario de las puertas de vidrio. No es que yo me pase contando toda la
comida que queda para el día siguiente, solamente cuento las cosas que
más me gustan. En mi casa, por ejemplo, cuento los alfajores, los
chocolates, los bombones; las empanadas, cuando sobran, también. Lo
que pasa es que si no controlo un poco, mis hermanas se comen todo y
no me dejan nada, especialmente los chocolates. Por eso me acostumbré
a contar. Bueno, había doce empanadas y yo ya tenía listo mi desayuno
y el de Tristán para el día siguiente.
Sherlock Holmes, cocacola y empanadas
A mí me gusta mucho leer en la cama. Por eso me duermo tarde. Es algo
que hago solamente en las vacaciones, porque cuando voy al colegio
tengo que levantarme muy temprano y me duermo enseguida. La
primera noche que pasé en el palacio, a lo mejor por la emoción del
viaje, me dormí ni bien me acosté. Pero la segunda noche volví a mi
hábito de leer hasta tarde. Mi abuela me compró tres libros para que me
llevara al palacio: La vuelta al mundo en ochenta días y dos de Sherlock
Holmes. Los libros de detectives y los de aventuras son los que más me
gustan. Empecé con uno de Sherlock Holmes.
Ya había leído unas cuantas páginas, cuando oí ladrar a Tristán. Miré
por la ventana y vi que se abría la puerta del galpón y Tristán entraba.
Miré el reloj; eran las doce y media. Qué raro que Alfredo esté
trabajando a estas horas, pensé. Pero, bueno, así como yo tengo la
costumbre de leer hasta tarde, a lo mejor él se divierte arreglando
aparatos y cosas por el estilo. Me metí otra vez en la cama y debo haber
leído como media hora más, cuando me acordé de las empanadas. Pensé
que si sacaba dos de la fuente, nadie tenía por qué darse cuenta. No
creo que los demás anden contando la comida, como hago yo. Bajé a la
cocina, saqué la fuente del armario y puse dos empanadas en un plato.
Las conté por costumbre; sin darme cuenta, digamos. Había nueve.
Volví a contar. Nueve. Dos, en el plato. Nueve, en la fuente. Once
empanadas. Había doce cuando guardaron la fuente en el armario.
¿Alfredo le habría llevado una a Tristán? Sin embargo, Tristán había
cenado. Yo vi cuando Eulalia le dejaba el plato del balanceado al lado de
la puerta de la cocina. A lo mejor a Alfredo le daba hambre trabajar
hasta tarde. Dejé la fuente en el armario y me serví un vaso de cocacola.
Puse todo en una bandeja y empecé a caminar despacio, haciendo
equilibrio; no estoy acostumbrado a llevar una bandeja, sobre todo con
un vaso lleno hasta el borde. Caminaba despacio para no hacer un
desastre, pero casi lo hago. Pisé una cosa blanda y húmeda. Estaba
descalzo. Me dio asco, pero me controlé. Dejé la bandeja en la mesa
(menos mal que la tenía cerca) y me fijé qué había pisado. Era relleno de
empanadas. Me pareció raro, porque mi tía y Manuel habían limpiado
todo después de comer; limpian a cada rato, nunca hay nada sucio. Me
quedé mirando el piso; hacia la izquierda había más relleno, poquito,
pero se veía bien. Seguí mirando y vi más: una montañita como las que
hacen las hormigas, con huevo duro y pedacitos de aceituna. El último
resto, un cuadradito de morrón con una bolita de carne picada encima,
estaba junto a la puerta que comunicaba con la parte principal del
palacio, una puerta vaivén que da a una especie de pasillo ancho donde
hay armarios y una mesa pegada a una pared. Un poco más allá hay
otra puerta por donde se va al comedor. Abrí la puerta vaivén, pero no
me animé a seguir. Se me ocurrió que a lo mejor no había sido Alfredo,
sino Manuel, que sacó la empanada y se la fue comiendo por el camino,
mientras cerraba las ventanas o algo por el estilo, antes de acostarse.
Agarré la bandeja y volví a mi habitación. Después de comer, leí un poco
más, hasta que me dio sueño. Miré el reloj: eran las dos y cuarto.
Apagué la luz y me dormí enseguida. Soñé que estaba en mi casa y que
alguien golpeaba con un martillo en la piecita de arriba.
Esa mañana me levanté tarde. Mi tía me sirvió el desayuno y me dijo
que en un rato iba a ir a pasar la aspiradora por las alfombras de
«adentro» (ella no dice «palacio»; dice «adentro» o «casa»; los demás
dicen igual; creo que soy el único que llama las cosas por su nombre) y
que podía acompañarla, si es que quería conocer. Más bien que quería.
De golpe me acordé del relleno de las empanadas tirado en el piso.
—¿Puedo comer una empanada? —pregunté, mientras iba hacia el
armario.
—No puede ser que tengas hambre. Acabás de desayunar —dijo mi tía,
mirándome con cara de horror.
—La como después, mientras pasás la aspiradora.
—Ah, no. Adentro no se come. Los únicos que comen adentro son los
dueños.
No quise ser buchón, así que no le conté lo de Manuel. Además, yo no
tenía hambre. Lo que quería era saber cuántas empanadas quedaban en
la fuente.
—Está bien —dije—. La como más tarde. Ahora voy a ver cuántas
quedan.
Mi tía se fue a buscar la aspiradora y yo saqué la fuente y conté: ocho
empanadas. Por las dudas, conté otra vez: ocho.
—¿Listo? —dijo mi tía, que venía con la aspiradora—. Ahora vamos
adentro.
Dejé la fuente en el armario y decidí no decir nada de las empanadas
faltantes por dos motivos: por no buchonear a Manuel, que a pesar de
ser antipático tiene derecho a tener hambre, y para que mi tía no
pensara que me lo paso controlando lo que come cada uno.
Mientras mi tía pasaba la aspiradora por las alfombras, yo me dediqué
a mirar. Había estatuas, cuadros enormes con paisajes de campo y de
mar y con personas antiguas, muchos jarrones, un montón de sillones
con unos almohadones gordísimos que mi tía dice que están rellenos de
plumas, unas lámparas de pie recopadas con pantallas con flecos y
hasta un piano que, según mi tía, era una «reliquia» (eso dijo) y ni
siquiera dejó que me acercara. Todo eso, en el living. Mi tía dice sala. Y
me parece que queda mejor. Nunca oí decir: «el living del palacio»; no
suena bien. La escalera es impresionante; toda de madera, con una
alfombra roja. En el piso de arriba están los dormitorios; todos tienen
muebles antiguos, que hacen juego con los de la sala. Pero no había ni
una sola cama con techo. Mi tía me dijo que esas camas son todavía
mucho más antiguas que los muebles del palacio.
En el primer piso había tres escaleras más angostas que iban a las
torres. Una para la torre del medio y las otras dos para las torres de los
costados. Primero fuimos a la del medio y después a la de la izquierda.
La verdad, me desilusioné un poco; al verlas desde afuera, me había
imaginado otra cosa. Son habitaciones comunes con sillones, sillas,
mesitas y lámparas. Cuando creí que íbamos a la torre de la derecha, mi
tía empezó a bajar por la escalera principal.
—Nos falta una torre —le dije.
—Es igual a las otras —me dijo.
Entonces me acordé de que la mañana anterior había notado que la
ventana de esa torre era la única cerrada de todo el palacio. Se lo dije.
—Lo que pasa es que esa torre no se abre nunca —me dijo—. Era la
biblioteca del señor Lorenzo.
—¿Quién es el señor Lorenzo?
—El antiguo dueño, que ya murió.
—No sabía que había un dueño antiguo. Yo creía que los únicos eran los
de ahora.
—No. Esos son sobrinos del otro dueño, que heredaron la casa cuando
él murió.
—¿Y por qué no se abre la torre?
—Porque no. Era el lugar preferido del señor Lorenzo y… nadie toca
nada desde que él no está. Y ahora bajemos, que tengo otras cosas que
hacer.
Me pareció que mi tía se había puesto un poco nerviosa, como si no le
gustara hablar del señor Lorenzo. Era la primera vez en mi vida que lo
oía nombrar.