Hola chicos!
Les dejo los capítulos que ya leímos de la novela.
El día martes adelantamos la hora de biblioteca del día jueves que es feriado.
Saludos.
Seño Vani y Vanesa
Saquemos a Tomás del medio
El deporte favorito de mi familia es saquemos a Tomás del medio
. Tomás soy yo. Mi familia son papá, mamá, dos hermanas mayores, mi abuela y mi
tía. A mis hermanas nadie las saca del medio porque, además de mayores, son
tranquilas, estudiosas, trabajadoras, educadas, súper inteligentes, ordenadas y
respetuosas. Vivimos en Lanús, en una casa grande, dividida en dos partes por
un patio y un jardín. En la parte de adelante, que es la más chica, viven mi
abuela y mi tía. Mi abuela es la madre de mi mamá y de mi tía. Y en la de atrás
vivimos mi mamá, mi papá, mis hermanas y yo, que vendría a ser la pelota en
este deporte tan particular. Siempre soy el que molesta; ésa es mi función. Es
más, si no molesto, me siento mal; me da un miedo terrible parecerme a mis hermanas,
tan juiciosas, las pobres. Pero ellas ya no tienen remedio: nacieron así. Debo
reconocer que mi tía y mi abuela no son tan buenas jugadoras como el resto de
la familia, pero se defienden bastante bien. A veces, los dos equipos —el de
atrás y el de adelante— se ponen de acuerdo y juegan algún campeonato. Esto
pasa en ocasiones muy especiales, como la que se presentaba ahora: el
casamiento de mi tía y la gran fiesta que le iban a hacer en casa, es decir, en
las dos partes de la casa y en el patio y el jardín que están entre las dos.
Una vez que terminaron las clases (mi mamá es maestra y mi tía
también), decidieron empezar con la organización de la fiesta. El primer paso
fue ponerse las camisetas y largar con el campeonato. Y lo que eso quiere decir
es que directamente me sacaban de casa y me mandaban diez días de vacaciones
con una tía de mi mamá, hermana de mi abuela, que vive en un palacio. Mi papá
dice que es una casona antigua, muy lujosa, pero que no llega a palacio. Para
mí, llega. Tiene pileta de natación, cancha de tenis, parque, sótano, torres,
biblioteca, sala de juegos, veintipico de habitaciones, una cocina más grande
que mi casa, como quince baños y no sé qué más. Yo, feliz de ir al palacio.
¿Qué más quería? ¿Qué iba a hacer todo el día en casa, aparte de obligar a mi
familia a practicar su deporte favorito? Las vacaciones en el palacio iban a
ser estupendas. Estaba seguro.
La tía de mi mamá vendría a ser mi tía abuela, pero yo le digo
simplemente tía. Nunca escuché a nadie decir mi tía abuela me llevó al cine, mi
tía abuela vino a cenar a casa, mi tía abuela me llevó al palacio, mi tía
abuela cualquier cosa. Con tía a secas, basta y sobra. Mi tía no es la dueña
del palacio. Es el ama de llaves. Cuando se lo conté por primera vez a mis
amigos, no me creyeron. Para ellos las amas de llaves
7/69
y los mayordomos existen únicamente en las novelas y en las
películas de misterio. Además de ama de llaves, en el palacio hay mayordomo,
cocinera, mucamas, jardinero y chofer. Y todo para mí, al palacio me relie ro,
porque los dueños, que son un señor y una señora, se fueron a pasear a Europa.
Seguramente deben estar viviendo en algún castillo; mi papá me contó que en
Europa, además de palacios hay castillos, lisa es la diferencia con nosotros,
que solamente tenemos palacios. No muchos, pero algunos tenemos.
Yo había visto el palacio una sola vez y desde afuera. La tía
Herminia y los demás empleados viven ahí y se van cuando les tocan las
vacaciones. Cuando la tía Herminia sale de vacaciones, viene a vivir a mi casa
y se anota en el torneo de verano de saquemos a Tomás del medio; eso sí, es la
que peor juega; papá dice que me tiene demasiada paciencia. Bueno, yo había
visto el palacio una sola vez y eso fue el verano pasado, cuando a la tía se le
terminó su mes de vacaciones y tuvo que volver. Mi papá, por ser taxista, es el
encargado de andar llevando y trayendo a la familia a todas partes. Esa vez
habían venido los albañiles a casa para terminar la piecita de arriba, me
acuerdo bien. Yo estaba de lo más entretenido ayudándolos a preparar la mezcla,
cuando la tía Herminia empezó a despedirse de todos. Y mientras mi papá llevaba
su valija al auto, mi mamá aprovechó y me metió a mí en el asiento de atrás.
Gol de mi mamá.
Era la primera vez en mi vida que veía un palacio; de la
realidad, quiero decir, porque en la televisión vi muchos. Este queda en
Brandsen, que es bastante lejos de Lanús. Es casi campo y no hay ninguna casa
por alrededor. Mi tía dice que una parte del viaje se puede hacer en tren, pero
después hay que seguir en taxi o remís porque no hay ningún colectivo que
llegue al palacio. Eso no me extraña, porque un palacio y un colectivo no son
cosas que combinen muy bien. Queda mejor llegar en taxi. Cuando estacionamos
delante del portón de rejas de la entrada, apareció el mayordomo; para mí que
nos estaba esperando. Lo reconocí enseguida porque tenía una camisa rayada y un
chaleco negro, que es el uniforme de los mayordomos. También tenía barba y
anteojos oscuros, y eso me pareció un poco raro. No sé, no me imaginaba a un
mayordomo con barba y anteojos de sol. Se acercó al auto, nos saludó y agarró
la valija de mi tía. Cuando terminamos con los besos de la despedida, nos hizo
una reverencia a mi papá y a mí, como si fuéramos reyes y se fue con mi tía al
palacio. Me hubiera gustado que me hicieran pasar para conocer todo, pero mi
papá me explicó que una cosa es ser parientes del ama de llaves y otra, muy
distinta, ser parientes de los dueños. No sé para qué me lo explicó si lo tengo
reclaro. Yo lo único que quería era conocer el palacio y no que los dueños me
adoptaran como pariente. Bueno, esa vez no pudo ser, pero ahora sí. Y cuando mi
mamá me dijo que iba a pasar unos días de vacaciones con la tía Herminia, no me
importó nada que me mandaran solamente para sacarme del medio. Iba a conocer el
palacio y punto.
8/69
Se aconseja desconfiar del mayordomo
Yo me fijo muy bien en la cara de la gente. Soy muy observador.
Y cuando el mayordomo se acercó al taxi de mi papá para llevar mi bolso,
enseguida me di cuenta de que no era el mismo del verano pasado. El otro era
más viejo, medio gordito, no muy alto y con pelo, barba y bigotes blancos. Este
era alto y flaco y parecía bastante más joven, aunque era un poco pelado. A mí
ni siquiera me saludó. A mi papá le gruñó; él dice que le dijo buenas tardes,
pero yo no estoy tan seguro. Ya le estaba por preguntar qué había pasado con el
otro mayordomo, cuando apareció mi tía y me interrumpió.
—Bienvenido, Tomás —dijo, bien fuerte y me dio un beso con
ruido—. Te estábamos esperando. La cocinera preparó pastelitos.
Por los pastelitos me olvidé del mayordomo. Cada vez que mi tía
llega a casa para pasar sus vacaciones, trae un paquete enorme de pastelitos
fritos de dulce de membrillo que manda la cocinera. Casi todos los como yo. Me
despedí de mi papá —que me hizo prometerle veinte veces que me iba a portar
bien, que iba a obedecer en todo a la tía y que no me iba a meter donde nadie
me llamaba— y fui al palacio con mi tía, pensando en los pastelitos.
La cocinera tiene un nombre rarísimo: se llama Eulalia. Es la
única Eulalia en el mundo que conozco. Y debe ser la única que prepara unos
pastelitos tan ricos. Eulalia me estaba esperando en la cocina, con la fuente
de pastelitos de dulce de membrillo en el centro de la mesa. Mi tía me dijo que
después de tomar la leche subiera a mi habitación y acomodara mis cosas. Eso de
subir a mi habitación me gustó. Sonaba importante. Tomé un vaso grande de leche
fría con cacao, pero no me dejaron comer iodos los pastelitos que quise.
Después del sexto me dijeron que no comiera más porque eran indigestos y que
mejor los dejara para el desayuno del día siguiente. Protesté un poco, pero
sacaron la fuente de la mesa y la guardaron en un armario con puertas de
vidrio. Quedaban catorce pastelitos. Los conté bien.
Mi habitación me gustó; estaba arriba de la cocina, en el «ala
de servicio», como me explicó mi tía, o sea la parte del palacio que le
corresponde al personal doméstico. Yo había pensado que me iban a mandar a una
de las habitaciones principales del palacio, ésas que tienen una cama con techo
y cortinas alrededor y alfombras con flores y escritorios con cajoncitos
secretos, y que a la mañana iba a entrar la mucama trayendo el desayuno en una
bandeja enorme tapada con una especie de cacerola redonda de plata, pero no,
nada de eso. Igual, no me quejo porque la habitación está rebuena; tiene una
ventana desde donde se ve una parte del jardín —o parque, porque es enorme— y
también, la casa del jardinero, que es el único del personal del palacio que no
vive en el ala de servicio. Al lado de la casa está el galpón de las
9/69
herramientas; me parece que el jardinero también es mecánico,
porque cuando no está con las plantas, está en el galpón arreglando alguna
máquina. En el ala de servicio hay seis habitaciones: la de mi tía, la de la
cocinera, la del mayordomo, la del chofer y las de las dos mucamas, que ahora
estaban de vacaciones, igual que el chofer. Cada habitación tiene su baño. El
ala de servicio vendría a ser como un hotel: un pasillo largo con las puertas
de las habitaciones y un felpudo delante de cada puerta. A mí me dieron la
habitación de una de las mucamas; la primera, subiendo por la escalera de la
cocina. Al fondo del pasillo había otra escalera, que daba al jardín.
A las nueve
de la noche cenamos todos en la cocina. Tomamos sopa de verduras, que la
cocinera sirvió de una sopera que puso en el centro de la mesa. El asunto de la
sopera me gustó. No es lo mismo servir la sopa directamente de la cacerola y
llevar el plato servido a la mesa, que usar una sopera. Es otra cosa. Le tengo
que decir a mi mamá que compre una. Estábamos tomando la sopa y de golpe me
acordé del mayordomo del verano pasado. Cada uno estaba concentrado en su
plato, así que podía preguntar sin que me interrumpieran.
—¿Qué pasó con el otro
mayordomo?
Mi tía, la cocinera, el mayordomo nuevo y el jardinero me
miraron, todos al mismo tiempo, como si yo hubiera dicho algún disparate.
—¿Qué mayordomo? —preguntó el
mayordomo.
—El otro —dije yo—. El viejito de pelo blanco y barba y
anteojos… El que estaba el verano pasado.
—El verano pasado estaba Manuel, igual que ahora —dijo mi tía,
todavía con la cuchara a medio camino entre el plato y la boca.
—No, el verano pasado había otro —insistí—. Cuando te trajimos
con papá en el taxi, ¿te acordás? Era un viejito con todo el pelo blanco y…
—No, no —me interrumpió la cocinera—. Estás confundido. Ya te
dijo tu tía que el único mayordomo es Manuel —y empezó a levantar los platos.
Yo iba a decir que para nada estaba confundido y que me acordaba
perfectamente del viejito, cuando mi tía me puso delante de la nariz una tarta
de jamón y queso recién sacada del horno.
—Tomás es
nuestro invitado de honor y va a recibir la primera porción —dijo mi tía.
De golpe me di cuenta de que el mayordomo me estaba mirando. Yo
también lo miré, pero él dio vuelta la cabeza y se puso a comer un pedazo de
pan. Habló muy poco el resto de la noche y se fue a dormir antes que los demás.
10/69
Riquísima la tarta. De postre había helado. Me hubiera gustado llevarme un pastelito a la cama para comer mientras leía, pero no me animé a sacarlo del armario. Seguro que mi tía y Eulalia iban a protestar. Lo que pasa es que yo leo hasta tarde y me da hambre. De todos modos, esa noche, no sé si por la emoción de haber llegado al palacio o qué, me dormí más temprano que de costumbre
No hay comentarios:
Publicar un comentario