miércoles, 31 de marzo de 2021

 

Hola Chicos:

Las siguientes actividades son sólo para 5to. grupo 1 

Saludos 

Seño Vani

Responder el siguiente cuestionario en la sección "tareas" de la carpeta.

Cuestionario capítulos 3 y 4 de la novela

1- ¿Por qué el capítulo 3 se llama 14 pastelitos?

2-  ¿ Cuál es el nombre y la función del personaje que aparece en el capítulo 14 pastelitos?

3- Describí el palacio y explicá por qué hay una parte de la torre en la que no se puede entrar.

4- ¿ Creés que será cierta la explicación de Eulalia acerca del motivo por el cuál nadie puede entrar a la torre de la derecha?

 

Capítulos 3 y 4

Catorce pastelitos

Eran catorce. Yo los conté. Y ahora había diez. Cuando bajé a

desayunar, la fuente seguía dentro del armario con puertas de vidrio.

Eulalia me sirvió el café con leche y mi tía sacó la fuente y la puso en la

mesa.

—Se ve que a ustedes no les gustan los pastelitos tanto como a mí —dije,

mirando la fuente—. Comieron muy pocos.

—No comimos ninguno —dijo la cocinera—. Son todos para vos. Eso sí,

te tienen que durar hasta mañana.

—Sí, comieron —dije yo—. Ayer había catorce. Faltan cuatro.

—Pero nosotros no… —empezó Eulalia.

—Seguramente se los llevó Alfredo —la interrumpió mi tía.

Alfredo es el jardinero. Y lo que menos tiene Alfredo es cara de comerse

cuatro pastelitos. Yo diría que ni uno. Y no sólo por la cara, sino porque

anoche ni siquiera probó el helado. Se ve que goloso no es. Pero no dije

nada y me dediqué a desayunar. Ya tendría tiempo de hablar con

Alfredo.

De los diez pastelitos, me dejaron comer cinco. Los otros cinco los

pusieron en una fuente más chica, que también fue a parar al armario

de puertas de vidrio. Eulalia y mi tía juraron que nadie los iba a tocar y

que me los podría comer a la hora de la merienda. Ya estaba por salir al

jardín, cuando entró Manuel el mayordomo y vi que miraba el armario

de reojo. Ahí me di cuenta de todo. Era él quien se había comido los

cuatro que faltaban. Me quedé un poquito más en la cocina, a ver qué

hacía, y para disimular, me agaché y empecé a atarme los cordones de

las zapatillas. Mientras tanto, no le saqué los ojos de encima; seguro que

no se dio cuenta, porque disimulé muy bien. Pero no hizo nada raro; se

sentó a leer el diario y Eulalia le sirvió un café. Yo me fui al jardín; si

Manuel se comía los pastelitos, ya me iba a enterar. Eso sí, que no me

vinieran después con el cuento de que había sido Alfredo.


Esa primera mañana en el palacio me aburrí un poco. Anduve dando

vueltas por el jardín, hasta que lo vi a Alfredo cortando el pasto y me fui

a charlar con él. Le pregunté si le gustaban los pastelitos de dulce de

membrillo.

—Prefiero los de dulce de batata —me dijo—. El dulce de membrillo no

me gusta.

Eso terminó de confirmar mis sospechas sobre el mayordomo. Ya estaba

todo claro, así que no toqué más el tema. Alfredo terminó de cortar el

pasto y fue hacia el galpón para guardar la podadora. Yo lo seguí; la

puerta estaba abierta y se veía que adentro había muchas cosas: una

mesa de carpintero repleta de herramientas, motores, macetas apiladas,

mangueras, un baúl enorme, qué sé yo, de todo. Me moría de ganas por

entrar y empezar a revolver, así que me acerqué a la mesa de

carpintero.

—¿Qué hacés ahí? —dijo Alfredo, de golpe. Se ve que no se había dado

cuenta de que yo lo seguía, porque parecía sorprendido.

—Quiero ver las herramientas —dije.

—No, no, no. Este no es un lugar para chicos. Hay muchas cosas

peligrosas y te podés lastimar.


Y sin decir más, me puso las manos sobre los hombros y casi me empujó

hasta la puerta.

Me pareció muy pronto para que Alfredo jugara a saquemos a Tomás

del medio . Si apenas me conocía. Además, yo no lo molesté para nada.

Ya me las iba a arreglar para entrar al galpón y revisar tranquilo las

herramientas. A lo mejor, a Alfredo se le pasaba el malhumor y él mismo

me invitaba.

No pensé más y me fui a dar una vuelta por el parque. La pileta de

natación estaba llena de agua sucia. Mi tía me había dicho que en uno o

dos días iban a venir los hombres limpiapiletas y la iban a dejar lista

para usarla. Seguí caminando y llegué a la entrada del palacio. La

puerta principal estaba cerrada, pero las ventanas estaban todas

abiertas; las abren a la mañana para que se ventilen las habitaciones;

me lo explicó mi tía. Mientras las mucamas están de vacaciones, no se

hace una limpieza muy profunda, total, como no entra nadie, no se

ensucia nada. En el desayuno yo le había dicho a mi tía que quería

conocer el palacio por dentro y ella me dijo que sí, que me iba a llevar a

recorrerlo todo, pero que no tenía que tocar nada. Le dije que se

quedara tranquila, que si era por mí, podría recorrer el palacio entero

sin sacar las manos de los bolsillos. Estuvo de acuerdo y me prometió

que la visita iba a ser mañana o pasado.

Seguí caminando un rato, sin dejar de mirar el palacio, tan grande, con

tantas ventanas, con tres torres altísimas que terminaban en punta,

como tres lápices parados. Cada una tenía una ventana y un balcón. La

torre del medio estaba justo encima de la puerta principal y era la más

alta. Las otras dos estaban una en cada esquina. La ventana de la torre

del medio y la de la izquierda estaban abiertas, pero la de la derecha

estaba cerrada. Di una vuelta completa alrededor del palacio y

comprobé que todas las ventanas —las de la planta baja y las del primer

piso— estaban abiertas. La única cerrada era la de la torre de la

derecha. Me pareció raro. En eso estaba, cuando sentí algo húmedo en

el brazo. Era el hocico de Tristán, el perro del palacio. Yo sabía que los

dueños tenían un perro porque me lo había contado mi tía, pero era la

primera vez que lo veía. Mi tía me dijo que casi siempre está en la casa

del jardinero. Tristán me lamía la mano y movía la cola. Me puse a jugar

con él y se me fue el aburrimiento.

Esa tarde, a la hora de la leche, encontré la fuente de pastelitos tal

como había quedado: no faltaba ni uno. Comí cuatro; tuve que darle uno

a Tristán porque me miraba con una cara de muerto de hambre que me

dio lástima. Se pasó toda la merienda con el hocico apoyado en mi

pierna y mirándome fijo. Cuando le di el pastelito, se echó en el piso, lo

sostuvo con las patas delanteras y empezó a pasarle la lengua, después

se lo comió de dos bocados. Desde que jugué con él, me sigue a todas

partes. A la noche no lo vi; Eulalia me dijo que le custa corretear a los

gatos y que después se va directamente a dormir a la casa del jardinero.

Eulalia es increíble. Se la pasa cocinando; está bien que ése es su

trabajo, pero todos los días prepara algo especial, esa noche —además


de la sopa, que la hace bastante seguido— preparó una montaña de

empanadas. Yo de la sopa no me quejo, porque me gusta; sobre todo

cuando viene en sopera. Pero las empanadas me vuelven loco, y más que

nada las de carne. Lástima que no me dejen comer todo lo que quiero.

Otra vez me sacaron la fuente. Insisten con eso de que si como mucho

me va a hacer mal y que de noche no hay que cargar el estómago y

otras pavadas por el estilo.

Yo comí cinco empanadas. Manuel comió seis y Alfredo cinco, igual que

yo. Mi tía y Eulalia, no me fijé, pero seguro que comieron menos por la

historia ésa de que no hay que abusar con la comida. Cuando agarré la

quinta empanada y mi tía me dijo que ésa era la última, me apuré y las

conté. Quedaban doce. Nadie se sirvió más y mi tía puso la fuente en el

armario de las puertas de vidrio. No es que yo me pase contando toda la

comida que queda para el día siguiente, solamente cuento las cosas que

más me gustan. En mi casa, por ejemplo, cuento los alfajores, los

chocolates, los bombones; las empanadas, cuando sobran, también. Lo

que pasa es que si no controlo un poco, mis hermanas se comen todo y

no me dejan nada, especialmente los chocolates. Por eso me acostumbré

a contar. Bueno, había doce empanadas y yo ya tenía listo mi desayuno

y el de Tristán para el día siguiente.


Sherlock Holmes, cocacola y empanadas

A mí me gusta mucho leer en la cama. Por eso me duermo tarde. Es algo

que hago solamente en las vacaciones, porque cuando voy al colegio

tengo que levantarme muy temprano y me duermo enseguida. La

primera noche que pasé en el palacio, a lo mejor por la emoción del

viaje, me dormí ni bien me acosté. Pero la segunda noche volví a mi

hábito de leer hasta tarde. Mi abuela me compró tres libros para que me

llevara al palacio: La vuelta al mundo en ochenta días y dos de Sherlock

Holmes. Los libros de detectives y los de aventuras son los que más me

gustan. Empecé con uno de Sherlock Holmes.

Ya había leído unas cuantas páginas, cuando oí ladrar a Tristán. Miré

por la ventana y vi que se abría la puerta del galpón y Tristán entraba.

Miré el reloj; eran las doce y media. Qué raro que Alfredo esté

trabajando a estas horas, pensé. Pero, bueno, así como yo tengo la

costumbre de leer hasta tarde, a lo mejor él se divierte arreglando

aparatos y cosas por el estilo. Me metí otra vez en la cama y debo haber

leído como media hora más, cuando me acordé de las empanadas. Pensé

que si sacaba dos de la fuente, nadie tenía por qué darse cuenta. No

creo que los demás anden contando la comida, como hago yo. Bajé a la

cocina, saqué la fuente del armario y puse dos empanadas en un plato.

Las conté por costumbre; sin darme cuenta, digamos. Había nueve.

Volví a contar. Nueve. Dos, en el plato. Nueve, en la fuente. Once

empanadas. Había doce cuando guardaron la fuente en el armario.

¿Alfredo le habría llevado una a Tristán? Sin embargo, Tristán había

cenado. Yo vi cuando Eulalia le dejaba el plato del balanceado al lado de

la puerta de la cocina. A lo mejor a Alfredo le daba hambre trabajar

hasta tarde. Dejé la fuente en el armario y me serví un vaso de cocacola.

Puse todo en una bandeja y empecé a caminar despacio, haciendo

equilibrio; no estoy acostumbrado a llevar una bandeja, sobre todo con

un vaso lleno hasta el borde. Caminaba despacio para no hacer un

desastre, pero casi lo hago. Pisé una cosa blanda y húmeda. Estaba

descalzo. Me dio asco, pero me controlé. Dejé la bandeja en la mesa

(menos mal que la tenía cerca) y me fijé qué había pisado. Era relleno de

empanadas. Me pareció raro, porque mi tía y Manuel habían limpiado

todo después de comer; limpian a cada rato, nunca hay nada sucio. Me

quedé mirando el piso; hacia la izquierda había más relleno, poquito,

pero se veía bien. Seguí mirando y vi más: una montañita como las que

hacen las hormigas, con huevo duro y pedacitos de aceituna. El último

resto, un cuadradito de morrón con una bolita de carne picada encima,

estaba junto a la puerta que comunicaba con la parte principal del

palacio, una puerta vaivén que da a una especie de pasillo ancho donde

hay armarios y una mesa pegada a una pared. Un poco más allá hay

otra puerta por donde se va al comedor. Abrí la puerta vaivén, pero no

me animé a seguir. Se me ocurrió que a lo mejor no había sido Alfredo,

sino Manuel, que sacó la empanada y se la fue comiendo por el camino,

mientras cerraba las ventanas o algo por el estilo, antes de acostarse.


Agarré la bandeja y volví a mi habitación. Después de comer, leí un poco

más, hasta que me dio sueño. Miré el reloj: eran las dos y cuarto.

Apagué la luz y me dormí enseguida. Soñé que estaba en mi casa y que

alguien golpeaba con un martillo en la piecita de arriba.

Esa mañana me levanté tarde. Mi tía me sirvió el desayuno y me dijo

que en un rato iba a ir a pasar la aspiradora por las alfombras de

«adentro» (ella no dice «palacio»; dice «adentro» o «casa»; los demás

dicen igual; creo que soy el único que llama las cosas por su nombre) y

que podía acompañarla, si es que quería conocer. Más bien que quería.

De golpe me acordé del relleno de las empanadas tirado en el piso.

—¿Puedo comer una empanada? —pregunté, mientras iba hacia el

armario.

—No puede ser que tengas hambre. Acabás de desayunar —dijo mi tía,

mirándome con cara de horror.

—La como después, mientras pasás la aspiradora.

—Ah, no. Adentro no se come. Los únicos que comen adentro son los

dueños.

No quise ser buchón, así que no le conté lo de Manuel. Además, yo no

tenía hambre. Lo que quería era saber cuántas empanadas quedaban en

la fuente.

—Está bien —dije—. La como más tarde. Ahora voy a ver cuántas

quedan.

Mi tía se fue a buscar la aspiradora y yo saqué la fuente y conté: ocho

empanadas. Por las dudas, conté otra vez: ocho.

—¿Listo? —dijo mi tía, que venía con la aspiradora—. Ahora vamos

adentro.

Dejé la fuente en el armario y decidí no decir nada de las empanadas

faltantes por dos motivos: por no buchonear a Manuel, que a pesar de

ser antipático tiene derecho a tener hambre, y para que mi tía no

pensara que me lo paso controlando lo que come cada uno.

Mientras mi tía pasaba la aspiradora por las alfombras, yo me dediqué

a mirar. Había estatuas, cuadros enormes con paisajes de campo y de

mar y con personas antiguas, muchos jarrones, un montón de sillones

con unos almohadones gordísimos que mi tía dice que están rellenos de

plumas, unas lámparas de pie recopadas con pantallas con flecos y

hasta un piano que, según mi tía, era una «reliquia» (eso dijo) y ni

siquiera dejó que me acercara. Todo eso, en el living. Mi tía dice sala. Y

me parece que queda mejor. Nunca oí decir: «el living del palacio»; no

suena bien. La escalera es impresionante; toda de madera, con una

alfombra roja. En el piso de arriba están los dormitorios; todos tienen


muebles antiguos, que hacen juego con los de la sala. Pero no había ni

una sola cama con techo. Mi tía me dijo que esas camas son todavía

mucho más antiguas que los muebles del palacio.

En el primer piso había tres escaleras más angostas que iban a las

torres. Una para la torre del medio y las otras dos para las torres de los

costados. Primero fuimos a la del medio y después a la de la izquierda.

La verdad, me desilusioné un poco; al verlas desde afuera, me había

imaginado otra cosa. Son habitaciones comunes con sillones, sillas,

mesitas y lámparas. Cuando creí que íbamos a la torre de la derecha, mi

tía empezó a bajar por la escalera principal.


—Nos falta una torre —le dije.

—Es igual a las otras —me dijo.


Entonces me acordé de que la mañana anterior había notado que la

ventana de esa torre era la única cerrada de todo el palacio. Se lo dije.

—Lo que pasa es que esa torre no se abre nunca —me dijo—. Era la

biblioteca del señor Lorenzo.

—¿Quién es el señor Lorenzo?

—El antiguo dueño, que ya murió.

—No sabía que había un dueño antiguo. Yo creía que los únicos eran los

de ahora.

—No. Esos son sobrinos del otro dueño, que heredaron la casa cuando

él murió.

—¿Y por qué no se abre la torre?

—Porque no. Era el lugar preferido del señor Lorenzo y… nadie toca

nada desde que él no está. Y ahora bajemos, que tengo otras cosas que

hacer.

Me pareció que mi tía se había puesto un poco nerviosa, como si no le

gustara hablar del señor Lorenzo. Era la primera vez en mi vida que lo

oía nombrar.

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