Hola Chicos:
Como habíamos acordado, les dejo los últimos dos capítulos para que puedan releerlos y hacer el resumen.
Un abrazo
Vanina
Consignas:
Capítulo 5:
Nombrar los dos sucesos mas importantes del capítulo.
Capítulo 6:
Realizar un resumen de todo el capítulo.
Capítulo 5
Un bolso lleno de barbies
El resto de la mañana se me pasó rápido. Jugué con Tristán en el jardín y después intenté entrar al galpón, pero Alfredo no me dejó; otra vez empezó con la historia de que era peligroso porque había muchas cosas y me podía lastimar. Alfredo debe pensar que soy tarado. Al mediodía llegaron los limpiapiletas. Al fin iba a poder bañarme. Me quedé mirando un rato cómo la vaciaban, pero me llamaron a comer y me fui. Ahí me acordé de las empanadas. Había dos en un plato. Mi tía me dijo que me las había guardado para mí. No pregunté quién se había comido las demás porque estaban todos y me dio vergüenza; pero me lo imaginé. Le di una a Tristán y comí la otra. Cuando terminamos de almorzar, Eulalia me dijo:
—Tengo una sorpresa para vos. Pero vas a tener que esperar hasta la tarde.
No hubo forma de que me adelantara nada. Yo pensé que iba a hacer más pastelitos de dulce de membrillo. Pero me equivoqué. A la tarde me trajeron la sorpresa a la pileta. Yo estaba de lo más divertido bañándome con Tristán, cuando, de repente, oigo la voz de Eulalia:
—¡Tomás! ¡Sorpreeesa…!
Dejé de nadar y me agarré de Tristán. La sorpresa venía de la mano de Eulalia, sonreía y llevaba un bolso por donde asomaban las cabezas de un montón de barbies. ¿Eso era una sorpresa?
—Te presento a Camila, mi nietita —siguió Eulalia, feliz, sin soltar a la sorpresa de la mano—. Tiene tu edad. Se van a divertir. Ahora salí del agua. Vamos a la cocina que es la hora de la leche.
Y dio media vuelta, llevándose a la sorpresa con su bolso de barbies. De más está decir que yo hubiera preferido una fuente de pastelitos de dulce de membrillo.
Si hay algo que odio, son las barbies. A Tristán parece que le gustan, porque mientras tomábamos la leche, sacó una del bolso y se la llevó abajo de la mesa; la agarró entre las dos patas delanteras —como hizo con el pastelito— y le empezó a mordisquear el pelo. Eulalia se dio cuenta enseguida y se la sacó. A Tristán le quedaron colgando algunos pelos rubios de la boca, que tuve que sacárselos con mucho cuidado porque se le habían enganchado entre los dientes. Camila casi se pone a llorar porque la barbie le quedó un poco pelada de un costado, pero mi tía le hizo un peinado que le tapó la parte pelada y quedó muy bien. A Camila creo que no le gustó porque no dijo nada y siguió con cara seria, mirando a Tristán de reojo. Ahí me di cuenta de que iba a tener que vigilarla, no fuera cosa que quisiera vengarse del pobre Tristán.
Esa noche nos acostamos tarde. Mi tía, Eulalia, Camila y yo nos quedamos jugando al chinchón en la cocina. Manuel se fue a su habitación y Alfredo, a su casa del jardín; Tristán, que había estado acostado a mis pies, se levantó y se fue con él. Con la excusa de agarrar la lata de las galletitas, me acerqué a la ventana y me fijé si iba al galpón. Pero no; entró en su casa y Tristán, también.
Leí bastante en la cama, pero no tanto como hubiera querido. Tenía mucho sueño y debo de haberme dormido cerca de la una. Estuve mucho tiempo en la pileta y eso cansa. Me dormí con el velador encendido. El libro fue a parar al piso y ni cuenta me di. Otra vez soñé con mi casa. Veía mi habitación tal cual es; me veía a mí mismo durmiendo en mi cama y también veía la piecita de arriba, con los albañiles dele martillar. Los golpes sonaban cada vez más fuerte, hasta que se rompía el techo y aparecía un martillo gigantesco encima de mi cabeza. Creo que grité. De verdad, quiero decir, al menos, eso me pareció. Grité y me desperté, pero no debo de haber gritado muy fuerte porque nadie vino a preguntar qué me pasaba. Me di cuenta de que no tenía el libro y lo busqué en el piso; lo puse en la mesita de luz y apagué el velador. Seguí despierto unos minutos, escuchando el silencio. Me gusta escuchar el silencio de la noche. Cerré los ojos y ya me estaba durmiendo otra vez, cuando oí los golpes. Venían del techo. Pero entonces, ¿no había sido un sueño? Encendí la luz. Los golpes no se oían tan fuerte como en el sueño; eran golpes suaves y parejos, como si alguien estuviera martillando en algún lugar un poco lejano. De día no me hubiera extrañado; habría pensado que estaban arreglando algo arriba. Pero de noche… Era muy raro, a no ser que el que martillaba fuera Alfredo. Mi abuela dice que los viejos duermen poco; a lo mejor Alfredo buscaba cosas para hacer durante la noche, precisamente porque no tenía sueño. En una de ésas se había puesto a arreglar las tejas, qué sé yo. Me levanté de un salto y fui hasta la ventana: la luz del galpón estaba encendida y la puerta, entreabierta. Ahí estaba la respuesta: Alfredo había subido al techo para hacer algún arreglo, y además se había olvidado de cerrar la puerta del galpón cuando salió con las herramientas. Me metí en la cama. Los golpes se oían cada vez más lejos. Me quedé dormido mirando los numeritos fosforescentes del reloj de mi mesita de luz. Eran las tres y cuarto.
Con la emoción de la pileta, me levanté bastante temprano. Me puse el pantalón de baño y las ojotas y fui a la cocina a desayunar. Camila ya estaba ahí, en malla y con las barbies sentadas encima de la mesa. Las conté sin darme cuenta: eran diez. Diez horribles barbies con espantosos vestidos de fiesta, bikinis, pantalones, remeras, carteras, zapatos, collares y un montón de pavadas más. Me acordé de mis hermanas, que aunque ya no juegan con las barbies, las tienen sentadas en fila en un estante de su biblioteca. Camila y las barbies ocupaban casi media mesa. Me senté en la otra punta.
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—¿Todas las noches trabaja Alfredo en el techo? —le pregunté a Eulalia, mientras se acercaba con las jarras del café y la leche, una en cada mano.
—¿Qué? —dijo, con cara de asombro. Y en vez de seguir avanzando hacia la mesa para servirnos a Camila y a mí, se quedó parada en la mitad de la cocina, como haciendo equilibrio con las jarras.
Mi tía, que estaba de espaldas a la mesa, secando y guardando tazas y platos, se dio vuelta y se quedó mirándome.
—¿Quién dijo que Alfredo trabaja en el techo? —preguntó, al fin, Eulalia, mientras recuperaba el movimiento y llegaba hasta mi taza.
—Es que anoche oí unos golpes que venían de arriba, y como estaba la luz del galpón encendida y la puerta abierta, pensé que Alfredo estaba haciendo algún arreglo.
A Eulalia volvió a agarrarle un ataque de inmovilidad. Esta vez le vino justo mientras me servía la leche. Yo vi que llenaba la taza demasiado, pero no dije nada porque pensé que cuando la leche llegara al borde, no iba a servir más. Pero no, siguió y la volcó sobre el plato y la mesa. Mi tía, que también se había quedado quieta mirándome a mí, se acercó corriendo con el trapo rejilla.
—Seguro que estuviste soñando —dijo, mientras limpiaba la mesa.
Entonces les conté mi sueño, pero les aclaré bien que después me desperté y seguí oyendo los golpes, y que fui a mirar por la ventana y vi la puerta del galpón abierta y la luz encendida, y que eran más de las tres de la mañana. Eulalia y mi tía se habían quedado paradas al lado de la mesa, mirándome. Ninguna decía nada.
—Yo no escuché ningún golpe —dijo, entonces, Camila.
—Nosotras tampoco —dijeron Eulalia y mi tía, las dos juntas, como si se hubieran puesto de acuerdo.
Justo cuando estaba por decir que a mí no me importaba que ellas no hubieran oído nada porque yo sí había oído, entró Alfredo, con Tristán siguiéndole los pasos.
—Alfredo, ¿anoche estuviste arreglando el techo? —le pregunté, sin decir buen día, siquiera.
Antes de que Alfredo pudiera abrir la boca, habló Eulalia, mirándolo fijo y con las cejas bien levantadas:
—Tomás oyó golpes en el techo y creyó que vos estabas haciendo algún arreglo. Pero ya le dijimos que debe de haber estado soñando.
—No estaba soñando —protesté, yo también con las cejas bien levantadas y mirándolo fijo a Alfredo—. Estaba bien despierto.
—Ay, ay, ay —dijo Alfredo—. Eso te pasa por comer mucho de noche. Cargás demasiado el estómago y después tenés pesadillas.
—Me parece, Eulalia, que a la noche vas a tener que cocinar más liviano —dijo mi tía, muy sonriente.
Yo estaba furioso. Me enojo mucho cuando no creen lo que digo. Pero también me dio miedo que empezaran a matarme de hambre para que no tuviera pesadillas. Así que cerré la boca y me apuré a terminar el desayuno para ir a la pileta. Camila y Tristán no dejaban de mirarme. Tristán quería una medialuna y se la di. Me parece que se la tragó entera. Camila no sé qué quería, pero por las dudas no le pregunté; no fuera cosa que se le ocurriera invitarme a jugar con las barbies.
Capítulo 6
Una puerta en la cocina
Etuve todo el día en la pileta. Salía nada más que cuando me llamaban para comer. Tristán, siempre conmigo. Y Camila, también. Menos mal que no se le ocurrió meter a las barbies; creo que no se animó por Tristán. A la tarde, Eulalia nos llevó la merienda al jardín. Había hecho una torta enorme de chocolate, rellena con dulce de leche. Tristán se comió dos porciones y las migas de mi plato. Cuando Camila terminó de comer, le ofreció su plato y Tristán le pasó la lengua. Se ve que ya se le había ido el enojo por la barbie pelada.
Esa noche nos acostamos más temprano. Después de comer jugamos un rato al chinchón, pero Camila tenía mucho sueño y no paraba de bostezar.
—Bueno, bueno —dijo Eulalia, recogiendo las cartas de la mesa—. Me parece que ustedes dos están muy cansados. Va a ser mejor que se acuesten, así mañana aprovechan la pileta desde temprano.
La que bostezaba era Camila, no yo. Pero no dije nada porque me pareció buena la idea de irme a mi habitación. Tenía ganas de leer.
—¿Puedo llevarme un pedazo de torta? —pregunté.
—¡Ah, no! —dijo mi tía—. Comiste bastante todo el día. No quiero que vuelvas a tener pesadillas.
No le contesté, pero eso de las pesadillas no me gustó. Pensé que mi tía y Eulalia habían encontrado un buen pretexto para no dejarme comer tranquilo. Por costumbre, espié el armario de puertas de vidrio: la torta seguía igual que después de la merienda; quedaba más de la mitad. Fui a mi habitación y me tiré en la cama a leer. Terminé el primer libro de Sherlock Holmes y empecé el segundo, pero otra vez, como la noche anterior, me quedé dormido con la luz encendida y se me cayó el libro al suelo. Me di cuenta más tarde, cuando me desperté. Eran las dos y veinte; el reloj de mi mesita de luz fue lo primero que vi. Me senté en la cama, pensando en el sueño horrible que había tenido: estaba acostado en la pileta, haciendo la plancha con los ojos cerrados, cuando alguien empezó a golpear el techo. La pileta estaba dentro de mi dormitorio, en mi casa de Lanús. Abrí los ojos y vi un martillo enorme —como en el otro sueño— y un montón de ladrillos que se me venían encima. Me desperté asustado, pero me parece que esta vez no grité. ¿Sería cierto lo de las pesadillas? Nunca me había pasado. Me quedé sentado en la cama, escuchando, pero no oí nada. Levanté el libro, apagué la luz y me dormí enseguida. Volví a soñar con golpes. Estaba de nuevo en mi habitación, pero no en una pileta, sino en mi cama y mis hermanas golpeaban la puerta con sus barbies. Yo me reía y les decía que las barbies se iban a quedar peladas. Entonces pasó algo raro; sentí que alguien me agarraba del hombro y me zamarreaba. Abrí los ojos. Era Camila, en camisón; me miraba muy seria, mientras comía un pedazo de torta de chocolate.
—Levantate —me dijo, con la boca llena y escupiendo migas en mis sábanas—. Ya sé de dónde vienen los golpes.
Sin dejar de comer, Camila fue hacia la pared que está enfrente de mi cama y apoyó una oreja.
—Escuchá —me dijo.
Le hice caso: me acerqué a la pared y apoyé la oreja. Unos golpes suaves, pero muy claritos, llegaban desde el techo retumbando por la pared.
—Ahora se oyen despacio, pero antes sonaban bien fuerte, ¿no? —dijo Camila.
—¿Y vos cómo sabés?
—Porque yo estaba en la cocina. Me levanté para ir a buscar torta. Estaba sacando la fuente del armario, cuando oí los golpes. Venían de arriba, pero sonaban más en una de las paredes. Empecé a investigar y… vas a ver lo que descubrí.
Camila me agarró del brazo con la misma mano con la que había estado comiendo la torta y me llevó hacia la escalera. No me soltó hasta que bajamos. Me toqué el brazo; lo sentí todo pegajoso. La luz de la cocina estaba apagada. No hacía falta encenderla porque entraba algo de luz por las ventanas. Hay un farolito en la galería, al lado de la cocina, que siempre queda encendido. La noche que bajé a buscar las empanadas, lo primero que hice fue encender la luz; ahora me daba cuenta de que no hacía falta.
—Apoyá la oreja acá —dijo Camila.
En una de las paredes, entre la mesada y un placard, a la misma altura de la mesada, había una especie de puerta pintada de blanco, como las puertas de los armarios. Yo ya la había visto, pero no le presté mucha atención; pensé que era un armario más, un placard chiquito al lado del grande. Qué sé yo, no le di importancia.
—¿Oís los golpes? —me preguntó Camila, con la oreja también apoyada en la puerta.
Se oían perfectamente. Eran golpes suaves, que parecían venir de lejos. Era raro, porque si se sacaba la oreja de la puerta, no se oía nada.
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—Acá pasa algo raro —dijo Camila—. Y tu tía y mi abuela lo saben muy bien, pero no nos quieren decir.
Camila me sorprendió. Jamás se me hubiera ocurrido que Eulalia y mi tía ocultaran algo. El único del palacio que tenía cara de ocultar era Manuel. Y Alfredo, un poco, con eso de no querer dejarme entrar al galpón. ¿Pero mi tía y Eulalia…?
—¿Vos sabés qué es esto? —dijo Camila, señalando la puerta de donde venían los ruidos.
—Un placard. Qué va a ser.
—No; es otra cosa. Yo lo vi en una película por televisión. Es un montaplatos.
—¿Un qué?
—Un montaplatos. Es como un ascensor, pero chico. Sirve para llevar la comida desde la cocina a los pisos de arriba. Mirá —dijo y abrió la puerta.
Los golpes se oyeron un poco más fuerte. El montaplatos era una especie de bandeja de madera con una rueda con correas al costado. Metí la cabeza y vi que arriba había un hueco. Estaba muy oscuro.
—¿Y para subir la bandeja hay que tirar de la correa? —pregunté. —Es como un ascensor. Tiene que haber un botón para que suba y baje.
Cerramos la puerta. No había ningún botón a la vista, pero no fue nada difícil encontrarlo. Sobre la mesada, al costado del montaplatos, estaba el microondas; lo corrí. Tal como había pensado: en los azulejos de la pared había una chapa plateada con un botón negro.
—¿Te das cuenta por qué los golpes se oyen desde tu habitación? —me preguntó.
—Claro. Mi habitación es la primera. El hueco también pasa por mi pared.
—¿Y hasta dónde llega? —preguntó Camila.
Ahí me di cuenta. No sé cómo no lo pensé antes. La cocina estaba en la planta baja; del otro lado estaba la sala, el comedor, el escritorio y no sé qué más. En el primer piso estaban todos los dormitorios, los nuestros —o sea los del ala de servicio— y los principales, del otro lado. Y más arriba, las torres. Las tres torres. Y si el montaplatos no llegaba a mi habitación (y no llegaba, estaba seguro), sí llegaba a la torre, a una sola: ¡la de la derecha! ¡La del señor Lorenzo! Le conté a Camila de un tirón todo lo que sabía de la torre de la derecha. Me apuré un poco porque estaba nervioso y tuve que repetirle algunas cosas.
—Mi abuela nunca me contó nada del señor Lorenzo. Te dije que nos ocultaban algo.
Camila se quedó pensativa. A mí me pareció un poco exagerada; no me la imaginaba a mi tía ocultándome cosas. Y a Eulalia, tampoco.
—Yo creo que en la torre deben tener a alguien encerrado —siguió Camila.
—¿Mi tía y Eulalia…?
—No, ellas no. Los dueños. Tiene que ser alguien de la familia que está loco o algo por el estilo y lo encerraron en la torre para que no se escape. Mi abuela, tu tía y los demás tienen que guardar el secreto porque si no, los echan.
Pensé que la loca era ella. Seguramente, de tanto jugar con las barbies, a Camila se le había achicado el cerebro. Se lo iba a decir, pero siguió hablando.
—Para mí que es una historia parecida a la de la película del montaplatos que vi por televisión. Era de misterio. Todo pasaba en una casa antigua que tenía un montaplatos en la cocina, como éste. Y en la parte de arriba de la casa había un secreto. La chica, que era la principal, vivía en la casa con la madre y la tía. A veces se oían gritos desde arriba y la chica creía que eran del opa.
—¿Del opa…?
—Sí. Un tonto que vivía encerrado en una habitación. Eso era lo que la madre y la tía le habían contado a la chica. Y ella lo había creído siempre. El opa no salía nunca y le mandaban la comida por el montaplatos. Pero un día, la chica se hizo amiga de un chico y le contó la historia del opa. El no le creyó; le dijo que eso era un invento. Y ella insistía que era verdad, que el opa había estado siempre encerrado en esa habitación, que a veces gritaba, pero que ella nunca lo había visto. Entonces el chico tuvo una idea: uno de los dos tenía que meterse en el montaplatos para espiar en la habitación, mientras el otro lo hacía subir desde abajo.
—¿Y no podían espiar por la puerta de la habitación?
—No. La madre y la tía no permitían que nadie se acercara. La única forma de llegar era por el montaplatos; y de noche, cuando la tía y la madre dormían.
Camila hizo una pausa para sacar la cocacola de la heladera.
—¿Y quién subió? —pregunté—. Seguro que el chico.
—La chica —dijo, mientras llenaba dos vasos de coca.
Lo dijo dándose importancia, como dejando claro que las mujeres eran más valientes. Me di cuenta.
—La chica era más liviana. El chico hizo subir el montaplatos. —¿Y qué pasó con el opa?
—Nada. No había ningún opa.
—El chico tenía razón —aproveché para tomar partido por los hombres.
—No había opa, pero había una loca. Era otra tía, que estaba encerrada desde que era joven. Ahora era vieja y estaba siempre en camisón y tenía el pelo larguísimo. Pero cuando era joven había tenido un novio que la abandonó, y entonces ella no quiso salir más a la calle porque era la vergüenza de la familia y al final terminó loca.
—¿Y vos creés que hay un opa en la torre?
—O un loco…
Me quedé pensando. Me acordé del mayordomo de pelo blanco. ¿Y si no era un mayordomo? ¿Y si era alguien de la familia que estaba loco y lo tenían encerrado en la torre, pero el verano pasado se escapó y se le dio por hacerse el mayordomo, justo cuando llegué yo? Ya estaba por contarle a Camila la historia del mayordomo de pelo blanco, cuando de repente se encendió la luz.
—¿Se puede saber qué están haciendo ustedes dos en la cocina? —rugió Eulalia.
Casi nos mata del susto. Estaba parada al lado de la escalera, todavía con la mano sobre la llave de la luz, con un camisón largo hasta los tobillos, los anteojos puestos y los pelos parados. Después del susto me dieron ganas de reírme; menos mal que habló Camila, porque casi suelto la carcajada.
—Teníamos sed, abuelita. No te enojes.
—Que sea la última vez que se levantan a la madrugada. Y si tienen sed, tomen agua en el baño. Vamos, ¡a dormir!
Ya nos íbamos, cuando Eulalia miró hacia la mesa, donde había quedado la fuente con la torta de chocolate.
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—¡Ajá! Tenían sed, ¿eh? ¡Claro! Después de haberse comido casi toda la torta, ¿cómo no iban a tener sed? Vamos, ¡a dormir!
Miré hacia la mesa, de reojo. Sobre la fuente había dos pedazos de torta. ¿Cómo no me fijé antes? Camila no podía haber comido tanto. Había más de media torta cuando me fui a dormir. Sí, sí. Acá pasaba algo muy raro.
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